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CARTA ENCÍCLICA
MYSTERIUM FIDEI
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
SOBRE LA DOCTRINA Y CULTO
DE LA SAGRADA EUCARISTÍA

1. El misterio de fe, es decir, el inefable don de la Eucaristía, que la Iglesia católica ha recibido de Cristo, su Esposo, como prenda de su inmenso amor, lo ha guardado siempre religiosamente como el tesoro más precioso, y el Concilio Ecuménico Vaticano II le ha tributado una nueva y solemnísima profesión de fe y culto. En efecto, los Padres del Concilio, al tratar de restaurar la Sagrada Liturgia, con su pastoral solicitud en favor de la Iglesia universal, de nada se han preocupado tanto como de exhortar a los fieles a que con entera fe y suma piedad participen activamente en la celebración de este sacrosanto misterio, ofreciéndolo, juntamente con el sacerdote, como sacrificio a Dios por la salvación propia y de todo el mundo y nutriéndose de él como alimento espiritual.

Porque si la Sagrada Liturgia ocupa el primer puesto en la vida de la Iglesia, el Misterio Eucarístico es como el corazón y el centro de la Sagrada Liturgia, por ser la fuente de la vida que nos purifica y nos fortalece de modo que vivamos no ya para nosotros, sino para Dios, y nos unamos entre nosotros mismos con el estrechísimo vínculo de la caridad.

Y para resaltar con evidencia la íntima conexión entre la fe y la piedad, los Padres del Concilio, confirmando la doctrina que la Iglesia siempre ha sostenido y enseñado y el Concilio de Trento definió solemnemente juzgaron que era oportuno anteponer, al tratar del sacrosanto Misterio de la Eucaristía, esta síntesis de verdades:

«Nuestro Salvador, en la Ultima Cena, la noche en que él era traicionado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrifico de la cruz y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» [1].

Con estas palabras se enaltecen a un mismo tiempo el sacrificio, que pertenece a la esencia de la misa que se celebra cada día, y el sacramento, del que participan los fieles por la sagrada comunión, comiendo la carne y bebiendo la sangre de Cristo, recibiendo la gracia, que es anticipación de la vida eterna y la medicina de la inmortalidad, conforme a las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día» [2].

Así, pues, de la restauración de la sagrada liturgia Nos esperamos firmemente que brotarán copiosos frutos de piedad eucarística, para que la santa Iglesia, levantando esta saludable enseña de piedad, avance cada día más hacia la perfecta unidad [3] e invite a todos cuantos se glorían del nombre cristiano a la unidad de la fe y de la caridad, atrayéndolos suavemente bajo la acción de la divina gracia.

Nos parece ya entrever estos frutos y como gustar ya sus primicias en la alegría manifiesta y en la prontitud de ánimo con que los hijos de la Iglesia católica han acogido la Constitución de la sagrada liturgia restaurada; y asimismo en muchas y bien escritas publicaciones destinadas a investigar con mayor profundidad y a conocer con mayor fruto la doctrina sobre la santísima Eucaristía, especialmente en lo referente a su conexión con el misterio de la Iglesia.

Todo esto nos es motivo de no poco consuelo y gozo, que también queremos de buen grado comunicaros, venerables hermanos, para que vosotros, con Nos, deis también gracias a Dios, dador de todo bien, quien, con su Espíritu, gobierna a la Iglesia y la fecunda con crecientes virtudes.

Motivos de solicitud pastoral y de preocupación

2. Sin embargo, venerables hermanos, no faltan, precisamente en la materia de que hablamos, motivos de grave solicitud pastoral y de preocupación, sobre los cuales no nos permite callar la conciencia de nuestro deber apostólico.

En efecto, sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este sacrosanto misterio hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las misas privadas, del dogma de la transustanciación y del culto eucarístico, que perturban las almas de los fieles, causándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como si a cualquiera le fuese lícito olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia, o interpretarla de modo que el genuino significado de las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden enervados.

En efecto, no se puede —pongamos un ejemplo— exaltar tanto la misa, llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada; ni insistir tanto en la naturaleza del signo sacramental como si el simbolismo, que ciertamente todos admiten en la sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en este sacramento; ni tampoco discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el Concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación y transfinalización; como, finalmente, no se puede proponer y aceptar la opinión, según la cual en las hostias consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio de la misa, ya no se halla presente Nuestro Señor Jesucristo.

Todos comprenden cómo en estas opiniones y en otras semejantes, que se van divulgando, reciben gran daño la fe y el culto de la divina Eucaristía.

Así, pues, para que la esperanza suscitada por el Concilio de una nueva luz de piedad eucarística que inunda a toda la Iglesia, no sea frustrada ni aniquilada por los gérmenes ya esparcidos de falsas opiniones, hemos decidido hablaros, venerables hermanos, de tan grave tema y comunicaros nuestro pensamiento acerca de él con autoridad apostólica.

Ciertamente, Nos no negamos a los que divulgan tales opiniones el deseo nada despreciable de investigar y poner de manifiesto las inagotables riquezas se tan gran misterio, para hacerlo entender a los hombres de nuestra época; más aún; reconocemos y aprobamos tal deseo; pero no podemos aprobar las opiniones que defienden, y sentimos el deber de avisaros sobre el grave peligro que esas opiniones constituyen para la recta fe.

La sagrada Eucaristía es un Misterio de fe

3. Ante todo queremos recordar una verdad, por vosotros bien sabida, pero muy necesaria para eliminar todo veneno de racionalismo; verdad, que muchos católicos han sellado con su propia sangre y que celebres Padres y Doctores de la Iglesia han profesado y enseñado constantemente, esto es, que la Eucaristía es un altísimo misterio, más aún, hablando con propiedad, como dice la sagrada liturgia, el misterio de fe. Efectivamente, sólo en él, como muy sabidamente dice nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, se contienen con singular riqueza y variedad de milagros todas las realidades sobrenaturales [4].

Luego es necesario que nos acerquemos, particularmente a este misterio, con humilde reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina.

San Juan Crisóstomo, que, como sabéis, trató con palabra tan elevada y con piedad tan profunda el misterio eucarístico, instruyendo en cierta ocasión a sus fieles acerca de esta verdad, se expresó en estos apropiados términos: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos, aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia; que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar» [5].

Idénticas afirmaciones han hecho con frecuencia los doctores escolásticos. Que en este sacramento se halle presente el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo, no se puede percibir con los sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19: «Hoc est corpus meum quod pro vobis tradetur», San Cirilo dice: «No dudes si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque, siendo Él la verdad, no miente» [6].

Por eso, haciendo eco al Docto Angélico, el pueblo cristiano canta frecuentemente: Visus tactus gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: Credo quidquid dixit Dei Filius, Nil hoc Verbo veritatis verius. [«En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; sólo el oído cree con seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero que este Verbo de la verdad»].

Más aún, afirma San Buenaventura: «Que Cristo está en el sacramento como signo, no ofrece dificultad alguna; pero que esté verdaderamente en el sacramento, como en el cielo, he ahí la grandísima dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio» [7].

Por lo demás, esto mismo ya lo insinúa el Evangelio, cuando cuenta cómo muchos de los discípulos de Cristo, luego de oír que habían de comer su carne y beber su sangre, volvieron las espaldas al Señor y le abandonaron diciendo: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?». En cambio Pedro, al preguntarle el Señor si también los Doce querían marcharse, afirmó con pronta firmeza su fe y la de los demás apóstoles, con esta admirable respuesta: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» [8].

Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete, convencidos de que aunque no se indague con la razón, aunque no se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde la antigua edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia [9].

Pero esto no basta. Efectivamente, aunque se salve la integridad de la fe, es también necesario atenerse a una manera apropiada de hablar no sea que, con el uso de palabras inexactas, demos origen a falsas opiniones —lo que Dios no quiera— acerca de la fe en los más altos misterios. Muy a propósito viene el grave aviso de San Agustín, cuando considera el diverso modo de hablar de los filósofos y el de los cristianos: «Los filósofos —escribe— hablan libremente y en las cosas muy difíciles de entender no temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla determinada, no sea que el abuso de las palabras engendre alguna opinión impía aun sobre las cosas por ellas significadas» [10].

La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas por los concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe del misterio eucarístico. Porque esas fórmulas, como las demás usadas por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos no ligados a una determinada forma de cultura ni a una determinada fase de progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.

Verdad es que dichas fórmulas se pueden explicar más clara y más ampliamente con mucho fruto, pero nunca en un sentido diverso de aquel en que fueron usadas, de modo que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad de la fe. Porque, según enseña el Concilio Vaticano I, en los sagrados dogmas se debe siempre retener el sentido que la Santa Madre Iglesia ha declarado una vez para siempre y nunca es lícito alejarse de ese sentido bajo el especioso pretexto de una más profunda inteligencia [11].

El misterio eucarístico se realiza en el sacrificio de la misa

4. Y para edificación y alegría de todos, nos place, venerables hermanos, recordar la doctrina que la Iglesia católica conserva por la tradición y enseña con unánime consentimiento.

Ante todo, es provechoso traer a la memoria lo que es como la síntesis y punto central de esta doctrina, es decir, que por el misterio eucarístico se representa de manera admirable el sacrificio de la Cruz consumado de una vez para siempre en el Calvario, se recuerda continuamente y se aplica su virtud salvadora para el perdón de los pecados que diariamente cometemos [12]. Nuestro Señor Jesucristo, al instituir el misterio eucarístico, sancionó con su sangre el Nuevo Testamento, cuyo Mediador es Él, como en otro tiempo Moisés había sancionado el Antiguo con la sangre de los terneros [13]. Porque, como cuenta el Evangelista, en la última cena, «tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi Cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el cáliz, después de la cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre, derramada por vosotros» [14]. Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en memoria suya, quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente. Y la Iglesia naciente lo cumplió fielmente, perseverando en la doctrina de los Apóstoles y reuniéndose para celebrar el sacrificio eucarístico: «Todos ellos perseveraban —atestigua cuidadosamente San Lucas— en la doctrina de los apóstoles y en la comunión de la fracción del pan y en la oración» [15]. Y era tan grande el fervor que los fieles recibían de esto, que podía decirse de ellos: «la muchedumbre de los creyentes era un solo corazón y un alma sola» [16].

Y el apóstol Pablo, que nos transmitió con toda fidelidad lo que el Señor le había enseñado [17], habla claramente del sacrificio eucarístico, cuando demuestra que los cristianos no pueden tomar parte en los sacrificios de los paganos, precisamente porque se han hecho participantes de la mesa del Señor. «El cáliz de bendición que bendecimos —dice— ¿no es por ventura la comunicación de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso la participación del Cuerpo de Cristo?… No podéis beber el cáliz de Cristo y el cáliz de los demonios, no podéis tomar parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios» [18]. La Iglesia, enseñada por el Señor y por los apóstoles ha ofrecido siempre esta nueva oblación del Nuevo Testamento, que Malaquías había preanunciado [19], no sólo por los pecados de los fieles aún vivos y por sus penas, expiaciones y demás necesidades, sino también por los muertos en Cristo, no purificados aún del todo [20].

Y omitiendo otros testimonios, recordamos tan sólo el de San Cirilo de Jerusalén, el cual, instruyendo a los neófitos en la fe cristiana, dijo estas memorables palabras: «Después de completar el sacrificio espiritual, rito incruento, sobre la hostia propiciatoria, pedimos a Dios por la paz común de las Iglesias, por el recto orden del mundo, por los emperadores, por los ejércitos y los aliados, por los enfermos, por los afligidos, y, en general, todos nosotros rogamos por todos los que tienen necesidad de ayuda y ofrecemos esta víctima… y luego [oramos] también por los Santos Padres y obispos difuntos y, en general, por todos los que han muerto entre nosotros, persuadidos de que les será de sumo provecho a las almas por las cuales se eleva la oración mientras esté aquí presente la Víctima Santa y digna de la máxima reverencia». Confirmando esto con el ejemplo de la corona entretejida para el emperador a fin de que perdone a los desterrados, el mismo santo Doctor concluye así su discurso: «Del mismo modo también nosotros ofrecemos plegarias a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores; no le entretejemos una corona, pero le ofrecemos en compensación de nuestros pecados a Cristo inmolado, tratando de hacer a Dios propicio para con nosotros y con ellos» [21]. San Agustín atestigua que esta costumbre de ofrecer el sacrificio de nuestra redención también por los difuntos estaba vigente en la Iglesia romana [22], y al mismo tiempo hace notar que aquella costumbre, como transmitida por los Padres, se guardaba en toda la Iglesia [23].

Pero hay otra cosa que, por ser muy útil para ilustrar el misterio de la Iglesia, nos place añadir; esto es, que la Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece en él. Nos deseamos ardientemente que esta admirable doctrina, enseñada ya por los Padres [24], recientemente expuesta por nuestro predecesor Pío XII, de inmortal memoria [25], y últimamente expresada por el Concilio Vaticano II en la Constitución De Ecclesia a propósito del pueblo de Dios [26], se explique con frecuencia y se inculque profundamente en las almas de los fieles, dejando a salvo, como es justo, la distinción no sólo de grado, sino también de naturaleza que hay entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio jerárquico [27]. Porque esta doctrina, en efecto, es muy apta para alimentar la piedad eucarística, para enaltecer la dignidad de todos los fieles y para estimular a las almas a llegar a la cumbre de la santidad, que no consiste sino en entregarse por completo al servicio de la divina Majestad con generosa oblación de sí mismo.

Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende sobre la naturaleza pública y social de toda misa [28]. Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz.

Pues cada misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos, sino también por la salvación de todo el mundo.

De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente, según las prescripciones y tradiciones de la Iglesia, por un sacerdote con sólo el ministro que le ayuda y le responde; porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de otra la Iglesia, y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión.

Por lo tanto, con paternal insistencia, recomendamos a los sacerdotes —que de un modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor— que, recordando la potestad, que recibieron del obispo que los consagró para ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar misas tanto por los vivos como por los difuntos en nombre del Señor [29], celebren cada día la misa digna y devotamente, de suerte que tanto ellos mismos como los demás cristianos puedan gozar en abundancia de la aplicación de los frutos que brotan del sacrificio de la Cruz. Así también contribuyen en grado sumo a la salvación del genero humano.

En el sacrificio de la misa, Cristo se hace sacramentalmente presente

5. Cuanto hemos dicho brevemente acerca del sacrificio de la misa nos anima a exponer algo también sobre el sacramento de la Eucaristía, ya que ambos, sacrificio y sacramento, pertenecen al mismo misterio sin que se pueda separar el uno del otro. El Señor se inmola de manera incruenta en el sacrificio de la misa, que representa el sacrifico de la cruz, y nos aplica su virtud salvadora, cuando por las palabras de la consagración comienza a estar sacramentalmente presente, como alimento espiritual de los fieles, bajo las especies del pan y del vino.

Bien sabemos todos que son distintas las maneras de estar presente Cristo en su Iglesia. Resulta útil recordar algo más por extenso esta bellísima verdad que la Constitución De Sacra Liturgia expuso brevemente [30]. Presente está Cristo en su Iglesia que ora, porque es él quien ora por nosotros, ora en nosotros y a El oramos: ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra y a El oramos como a Dios nuestro [31]. Y El mismo prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» [32].

Presente está El en su Iglesia que ejerce las obras de misericordia, no sólo porque cuando hacemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo Cristo [33], sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio de su Iglesia, socorriendo así continuamente a los hombres con su divina caridad. Presente está en su Iglesia que peregrina y anhela llegar al puerto de la vida eterna, porque El habita en nuestros corazones por la fe [34] y en ellos difunde la caridad por obra del Espíritu Santo que El nos ha dado [35].

De otra forma, muy verdadera, sin embargo, está también presente en su Iglesia que predica, puesto que el Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios, y solamente en el nombre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo, Verbo de Dios encarnado, se anuncia, a fin de que haya una sola grey gobernada por un solo pastor [36].

Presente está en su Iglesia que rige y gobierna al pueblo de Dios, puesto que la sagrada potestad se deriva de Cristo, y Cristo, Pastor de los pastores [37], asiste a los pastores que la ejercen, según la promesa hecha a los Apóstoles. Además, de modo aún más sublime, está presente Cristo en su Iglesia que en su nombre ofrece el sacrificio de la misa y administra los sacramentos. A propósito de la presencia de Cristo en el ofrecimiento del sacrificio de la misa, nos place recordar lo que san Juan Crisóstomo, lleno de admiración, dijo con verdad y elocuencia: «Quiero añadir una cosa verdaderamente maravillosa, pero no os extrañéis ni turbéis. ¿Qué es? La oblación es la misma, cualquiera que sea el oferente, Pablo o Pedro; es la misma que Cristo confió a sus discípulos, y que ahora realizan los sacerdotes; esta no es, en realidad, menor que aquélla, porque no son los hombres quienes la hacen santa, sino aquel que la santificó. Porque así como las palabras que Dios pronunció son las mismas que el sacerdote dice ahora, así la oblación es la misma» [38].

Nadie ignora, en efecto, que los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por medio de los hombres. Y así los sacramentos son santos por sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas.

Estas varias maneras de presencia llenan el espíritu de estupor y dan a contemplar el misterio de la Iglesia. Pero es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía, que por ello es, entre los demás sacramentos, el más dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido [39]; ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos [40].

Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro [41]. Falsamente explicaría esta manera de presencia quien se imaginara una naturaleza, como dicen, «pneumática» y omnipresente, o la redujera a los límites de un simbolismo, como si este augustísimo sacramento no consistiera sino tan sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los fieles del Cuerpo místico [42].

Verdad es que acerca del simbolismo eucarístico, sobre todo con referencia a la unidad de la Iglesia, han tratado mucho los Padres y Doctores escolásticos. El Concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía como un símbolo… de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos, y por lo tanto, símbolo de aquel único Cuerpo del cual El es la Cabeza [43].

Ya en los comienzos de la literatura cristiana, a propósito de este asunto escribió el autor desconocido de la obra llamada Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles: «Por lo que toca a la Eucaristía, dad gracias así… como este pan partido estaba antes disperso sobre los montes y recogido se hizo uno, así se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino» [44].

Igualmente San Cipriano, defendiendo la unidad de la Iglesia contra el cisma, dice: «Finalmente, los mismos sacrificios del Señor manifiestan la unanimidad de los cristianos, entrelazada con sólida e indisoluble caridad. Porque cuando el Señor llama cuerpo suyo al pan integrado por la unión de muchos granos, El está indicando la unión de nuestro pueblo, a quien El sostenía; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos granos y racimos y que unidos forman una cosa, indica igualmente nuestra grey, compuesta de una multitud reunida entre sí» [45].

Por lo demás, a todos se había adelantado el Apóstol, cuando escribía a los Corintios: «Porque el pan es uno solo, constituimos un solo cuerpo todos los que participamos de un solo pan» [46].

Pero si el simbolismo eucarístico nos hace comprender bien el efecto propio de este sacramento, que es la unidad del Cuerpo místico, no explica, sin embargo, ni expresa la naturaleza del sacramento por la cual éste se distingue de los demás. Porque la perpetua instrucción impartida por la Iglesia a los catecúmenos, el sentido del pueblo cristiano, la doctrina definida por el Concilio de Trento, y las mismas palabras de Cristo, al instituir la santísima Eucaristía, nos obligan a profesar que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, que padeció por nuestros pecados, y al que el Padre, por su bondad, ha resucitado [47]. A estas palabras de san Ignacio de Antioquía nos agrada añadir las de Teodoro de Mopsuestia, fiel testigo en esta materia de la fe de la Iglesia, cuando decía al pueblo: «Porque el Señor no dijo: Esto es un símbolo de mi cuerpo, y esto un símbolo de mi sangre, sino: Esto es mi cuerpo y mi sangre. Nos enseña a no considerar la naturaleza de la cosa propuesta a los sentidos, ya que con la acción de gracias y las palabras pronunciadas sobre ella se ha cambiado en su carne y sangre» [48].

Apoyado en esta fe de la Iglesia, el Concilio de Trento abierta y simplemente afirma que en el benéfico sacramento de la santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene bajo la apariencia de estas cosas sensibles, verdadera, real y substancialmente Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Por lo tanto, nuestro Salvador está presente según su humanidad, no sólo a la derecha del Padre, según el modo natural de existir, sino al mismo tiempo también en el sacramento de la Eucaristía con un modo de existir que si bien apenas podemos expresar con las palabras podemos, sin embargo, alcanzar con la razón ilustrada por la fe y debemos creer firmísimamente que para Dios es posible [49].

Cristo Señor está presente en el sacramento de la Eucaristía por la transustanciación

6. Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los milagros [50], es necesario escuchar con docilidad la voz de la iglesia que enseña y ora. Esta voz que, en efecto, constituye un eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este sacramento sino por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y de toda la sustancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama transustanciación [51]. Realizada la transustanciación, las especies del pan y del vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, y signo de un alimento espiritual; pero ya por ello adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que antes había, sino una cosa completamente diversa; y esto no tan sólo por el juicio de la fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino tan sólo las especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar.

Por ello los Padres tuvieron gran cuidado de advertir a los fieles que, al considerar este augustísimo sacramento creyeran no a los sentidos que se fijan en las propiedades del pan y del vino, sino a las palabras de Cristo, que tienen tal virtud que cambian, transforman, transelementan el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre; porque, como más de una vez lo afirman los mismos Padres, la virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios omnipotente, que al principio del tiempo creó el universo de la nada.

«Instruido en estas cosas —dice san Cirilo de Jerusalén al concluir su sermón sobre los misterios de la fe— e imbuido de una certísima fe, para lo cual lo que parece pan no es pan, no obstante la sensación del gusto, sino que es el cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca al gusto, sino que es la Sangre de Cristo…; confirmar tu corazón y come ese pan como algo espiritual y alegra la faz de tu alma» [52].

E insiste san Juan Crisóstomo: «No es el hombre quien convierte las cosas ofrecidas en el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo, dice. Y esta palabra transforma las cosas ofrecidas» [53]. Y con el obispo de Constantinopla Juan, está perfectamente de acuerdo el obispo de Alejandría Cirilo, cuando en su comentario al Evangelio de san Mateo, escribe: «[Cristo], señalando, dijo: Esto es mi cuerpo, y esta es mi sangre, para que no creas que son simples figuras las cosas que se ven, sino que las cosas ofrecidas son transformadas, de manera misteriosa pero realmente por Dios omnipotente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo, por cuya participación recibimos la virtud vivificante y santificadora de Cristo» [54].

Y Ambrosio, obispo de Milán, hablando con claridad sobre la conversión eucarística, dice: «Convenzámonos de que esto no es lo que la naturaleza formó, sino lo que la bendición consagró y que la fuerza de la bendición es mayor que la de la naturaleza, porque con la bendición aun la misma naturaleza se cambia». Y queriendo confirmar la verdad del misterio, propone muchos ejemplos de milagros narrados en la Escritura, entre los cuales el nacimiento de Jesús de la Virgen María, y luego, volviéndose a la creación concluye: «Por lo tanto, la palabra de Cristo, que ha podido hacer de la nada lo que no existía, ¿no puede acaso cambiar las cosas que ya existen, en lo que no eran? Pues no es menos dar a las cosas su propia naturaleza, que cambiársela» [55].

Ni es necesario aducir ya muchos testimonios. Más útil es recordar la firmeza de la fe con que la Iglesia, con unánime concordia, resistió a Berengario, quien, cediendo a dificultades sugeridas por la razón humana, fue el primero que se atrevió a negar la conversión eucarística. La Iglesia le amenazó repetidas veces con la condena si no se retractaba. Y por eso san Gregorio VII, nuestro predecesor, le impuso prestar un juramento en estos términos: «Creo de corazón y abiertamente confieso que el pan y el vino que se colocan en el altar, por el misterio de la oración sagrada, y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y que después de la consagración está el verdadero cuerpo de Cristo, que nació de la Virgen, y que ofrecido por la salvación del mundo estuvo pendiente de la cruz, y que está sentado a la derecha del Padre; y que está la verdadera sangre de Cristo, que brotó de su costado, y ello no sólo por signo y virtud del sacramento, sino aun en la propiedad de la naturaleza y en la realidad de la sustancia» [56].

Acorde con estas palabras, dando así admirable ejemplo de la firmeza de la fe católica, está todo cuanto los concilios ecuménicos Lateranense, Constanciense, Florentino y, finalmente, el Tridentino enseñaron de un modo constante sobre el misterio de la conversión eucarística, ya exponiendo la doctrina de la Iglesia, ya condenando los errores.

Después del Concilio de Trento, nuestro predecesor Pío VI advirtió seriamente contra los errores del Sínodo de Pistoya, que los párrocos, que tienen el deber de enseñar, no descuiden hablar de la transubstanciación, que es uno de los artículos de la fe [57].

También nuestro predecesor Pío XII, de feliz memoria, recordó los límites que no deben pasar todos los que discuten con sutilezas sobre el misterio de la transubstanciación [58]. Nos mismo, en el reciente Congreso Nacional Italiano Eucarístico de Pisa, cumpliendo Nuestro deber apostólico hemos dado público y solemne testimonio de la fe de la Iglesia [59].

Por lo demás, la Iglesia católica, no sólo ha enseñado siempre la fe sobre a presencia del cuerpo y sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en todos los tiempos sacramento tan grande con el culto latréutico que tan sólo a Dios es debido. Culto sobre el cual escribe san Agustín: «En esta misma carne [el Señor] ha caminado aquí y esta misma carne nos la ha dado de comer para la salvación; y ninguno come esta carne sin haberla adorado antes…, de modo que no pecamos adorándola; antes al contrario, pecamos si no la adoramos» [60].

Del culto latréutico debido al sacramento eucarístico

7. La Iglesia católica rinde este culto latréutico al sacramento eucarístico, no sólo durante la misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo cristiano.

De esta veneración tenemos muchos testimonios en los antiguos documentos de la Iglesia. Pues los Pastores de la Iglesia siempre exhortaban solícitamente a los fieles a que conservaran con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a su casa. En verdad, el Cuerpo de Cristo debe ser comido y no despreciado por los fieles, amonesta gravemente san Hipólito [61].

Consta que los fieles creían, y con razón, que pecaban, según recuerda Orígenes, cuando, luego de haber recibido [para llevarlo] el Cuerpo del Señor, aun conservándolo con todo cuidado y veneración, se les caía algún fragmento suyo por negligencia [62].

Que los mismos Pastores reprobaban fuertemente cualquier defecto de debida reverencia, lo atestigua Novaciano digno de fe en esto, cuando juzga merecedor de reprobación a quien, saliendo de la celebración dominical y llevando aún consigo, como se suele, la Eucaristía…, lleva el Cuerpo Santo del Señor de acá para allá, corriendo a los espectáculos y no a su casa [63].

Todavía más: san Cirilo de Alejandría rechaza como locura la opinión de quienes sostenían que la Eucaristía no sirve nada para la santificación, cuando se trata de algún residuo de ella guardado para el día siguiente: Pues ni se altera Cristo, dice, ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante [64].

Ni se debe olvidar que antiguamente los fieles, ya se encontrasen bajo la violencia de la persecución, ya por amor de la vida monástica viviesen en la soledad, solían alimentarse diariamente con la Eucaristía, tomando la sagrada Comunión aun con sus propias manos, cuando estaba ausente el sacerdote o el diácono [65].

No decimos esto, sin embargo, para que se cambie el modo de custodiar la Eucaristía o de recibir la santa comunión, establecido después por las leyes eclesiásticas y todavía hoy vigente, sino sólo para congratularnos de la única fe de la Iglesia, que permanece siempre la misma.

De esta única fe ha nacido también la fiesta del Corpus Christi, que, especialmente por obra de la sierva de Dios santa Juliana de Mont Cornillon, fue celebrada por primera vez en la diócesis de Lieja, y que nuestro predecesor Urbano IV extendió a toda la Iglesia; y de aquella fe han nacido también otras muchas instituciones de piedad eucarística que, bajo la inspiración de la gracia divina, se han multiplicado cada vez más, y con las cuales la Iglesia católica, casi a porfía, se esfuerza en rendir homenaje a Cristo, ya para darle las gracias por don tan grande, ya para implorar su misericordia.

Exhortación para promover el culto eucarístico

8. Os rogamos, pues, venerables hermanos, que custodiéis pura e íntegra en el pueblo, confiado a vuestro cuidado y vigilancia, esta fe que nada desea tan ardientemente como guardar una perfecta fidelidad a la palabra de Cristo y de los Apóstoles, rechazando en absoluto todas las opiniones falsas y perniciosas, y que promováis, sin rehuir palabras ni fatigas, el culto eucarístico, al cual deben conducir finalmente todas las otras formas de piedad.

Que los fieles, bajo vuestro impulso, conozcan y experimenten más y más esto que dice San Agustín: «El que quiere vivir tiene dónde y de dónde vivir. Que se acerque, que crea, que se incorpore para ser vivificado. Que no renuncie a la cohesión de los miembros, que no sea un miembro podrido digno de ser cortado, ni un miembro deforme de modo que se tenga que avergonzar: que sea un miembro hermoso, apto, sano; que se adhiera al cuerpo, que viva de Dios para Dios; que trabaje ahora en la tierra para poder reinar después en el cielo»[66]. Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen activamente en el sacrificio de la Misa se alimenten pura y santamente con la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por tan gran don.

Recuerden estas palabras de nuestro predecesor San Pío X: «El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete, consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificar de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves a los que está sujeto la humana fragilidad» [67].

Además, durante el día, que los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que ha de estar reservado con el máximo honor en el sitio más noble de las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, pues la visita es señal de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente.

Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. Ya que no sólo mientras se ofrece el sacrificio y se realiza el sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros». Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad [68]; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos que a El se acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las cosas propias, sino las de Dios. Y así todo el que se vuelve hacia el augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios [69] y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad.

Bien conocéis, además, venerables hermanos, que la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros por El [70].

De aquí se sigue que el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente el ánimo a cultivar el amor social [71], por el cual anteponemos al bien privado el bien común; hacemos nuestra la causa de la comunidad, de la parroquia, de la Iglesia universal, y extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que doquier existen miembros de Cristo.

Venerables hermanos, puesto que el Sacramento de la Eucaristía es signo y causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo y en aquellos que con mayor fervor lo veneran excita un activo espíritu eclesial, según se dice, no ceséis de persuadir a vuestros fieles, para que, acercándose al misterio eucarístico, aprendan a hacer suya propia la causa de la Iglesia, a orar a Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos a Dios como agradable sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento, y que no haya entre ellos cismas, sino que sean perfectos en una misma manera de sentir y de pensar, como manda el Apóstol [72]; y que todos cuantos aún no están unidos en perfecta comunión con la Iglesia católica, por estar separados de ella, pero que se glorían y honran del nombre cristiano, lleguen cuanto antes con el auxilio de la gracia divina a gozar juntamente con nosotros aquella unidad de fe y de comunión que Cristo quiso que fuera el distintivo de sus discípulos.

Este deseo de orar y consagrarse a Dios por la unidad de la Iglesia lo deben considerar como particularmente suyo los religiosos, hombres y mujeres, puesto que ellos se dedican de modo especial a la adoración del Santísimo Sacramento, y son como su corona aquí en la tierra, en virtud de los votos que han hecho.

Pero queremos una vez mas expresar el deseo de la unidad de todos los cristianos, que es el más querido y grato que tuvo y tiene la Iglesia, con las mismas palabras del Concilio Tridentino en la conclusión del Decreto sobre la santísima Eucaristía: «Finalmente, el Santo Sínodo advierte con paterno afecto, ruega e implora por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios [73] que todos y cada uno de los cristianos lleguen alguna vez a unirse concordes en este signo de unidad, en este vínculo de caridad, en este símbolo de concordia y considerando tan gran majestad y el amor tan eximio de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su preciosa vida como precio de nuestra salvación y nos dio su carne para comerla [74], crean y adoren estos sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre con fe tan firme y constante, con tanta piedad y culto, que les permita recibir frecuentemente este pan supersustancial [75], y que éste sea para ellos verdaderamente vida del alma y perenne salud de la mente, de tal forma que, fortalecidos con su vigor [76], puedan llegar desde esta pobre peregrinación terrena a la patria celestial para comer allí, ya sin velo alguno, el mismo pan de los ángeles [77] que ahora “comen bajo los sagrados velos”»[78].

¡Ojalá que el benignísimo Redentor que, ya próximo a la muerte rogó al Padre por todos los que habían de creer en El para que fuesen una sola cosa, como El y el Padre son una cosa sola [79], se digne oír lo más pronto posible este ardentísimo deseo Nuestro y de toda la Iglesia, es decir, que todos, con una sola voz y una sola fe, celebremos el misterio eucarístico, y que, participando del cuerpo de Cristo, formemos un solo cuerpo [80], unido con los mismos vínculos con los que él quiso quedase asegurada su unidad!

Nos dirigimos, además, con fraterna caridad a todos los que pertenecen a las venerables Iglesias del Oriente, en las que florecieron tantos celebérrimos Padres cuyos testimonios sobre la Eucaristía hemos recordado de buen grado en esta nuestra carta. Nos sentimos penetrados por gran gozo cuando consideramos vuestra fe ante la Eucaristía que coincide con nuestra fe; cuando escuchamos las oraciones litúrgicas con que celebráis vosotros un misterio tan grande; cuando admiramos vuestro culto eucarístico y leemos a vuestros teólogos que exponen y defienden la doctrina sobre este augustísimo sacramento.

La Santísima Virgen María, de la que Cristo Señor tomó aquella carne, que en este Sacramento, bajo las especies del pan y del vino, se contiene, se ofrece y se come [81], y todos los santos y las santas de Dios, especialmente los que sintieron más ardiente devoción por la divina Eucaristía, intercedan junto al Padre de las misericordias, para que de la común fe y culto eucarístico brote y reciba más vigor la perfecta unidad de comunión entre todos los cristianos. Impresas están en el ánimo la palabras del santísimo mártir Ignacio, que amonesta a los fieles de Filadelfia sobre el mal de las desviaciones y de los cismas, para los que es remedio la Eucaristía: «Esforzaos, pues —dice—, por gozar de una sola Eucaristía: porque una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno solo es el cáliz en la unidad de su Sangre, uno el alta, como uno es el obispo…»[82].

Confortados con la dulcísima esperanza de que del acrecentado culto eucarístico se han de derivar muchos bienes para toda la Iglesia y para todo el mundo, a vosotros, venerables hermanos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los que os prestan su colaboración, a todos los fieles confiados a vuestros cuidados, impartimos con gran efusión de amor, y en prenda de las gracias celestiales, la bendición apostólica.

Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de San Pío X, el 3 de septiembre del año 1965, tercero de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI

Notas

[1] Const. De sacra liturgia c. 2. n. 47: AAS 56 (1964) 113.

[2] Jn 6, 55.

[3] Cf.Jn 17, 23.

[4] Enc. Mirae caritatis, AL 22, 122.

[5] In Mat. hom. 82, 4 PG. 58, 743.

[6] Sum. theol. 3, 75, 1 c.

[7] In IV Sententiarum 10, 1, 1; Opera omnia 4, ad Claras Aquas 1889, p. 217.

[8] Jn 6, 61-69.

[9] S. Aug. Contra Iulianum 6, 5, 11 PL 44, 829.

[10] De civ. Dei 10, 23 PL 41, 300.

[11] Const dogm. De fide cathol. c. 4.

[12] Cf. Conc. Trid. De s. missae sacrif., c. 1.

[13] Cf. Ex 24, 8.

[14] Lc 22, 19-20; cf. Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24.

[15] Hch 2, 42.

[16] Ibid. 4, 32.

[17] 1Cor 11, 23 ss.

[18] Ibid. 10, 16.

[19] Mal 1, 11.

[20] Conc. Trid. De s. missae sacrif., c. 2.

[21] Catecheses 23 (myst. 5), 8-18 PG 33, 1115-18.

[22] Cf. Confess. 9, 12, 32 PL 32, 777; cf. ibid. 9, 11, 27 PL 32, 775.

[23] Cf. Serm. 172, 2 PL 38, 936; cf. De cura gerenda pro mortuis 13 PL 40, 593.

[24] Cf. S. Agustín, De civ. Dei. 10, 6 PL 41, 284.

[25] Cf. Enc. Mediator Dei, AAS 39, 552.

[26] Cf. Const. dogm. De Ecclesia c. 2 n. 11 AAS 57, 15.

[27] Cf. ibíd. c. 2, n. 10 AAS 57, 14.

[28] Const. De sacra liturgia c. 1 n. 27 AAS 56, 107.

[29] Cf. Pontificale Romanum.

[30] Const. De sacra liturgia c. 1 n. 7 A. A. S. 56, 100-1.

[31] S. Agustín, In Ps. 85, 1 PL 37, 1081.

[32] Mt 18, 20.

[33] Cf. Mt 25, 40.

[34]. Cf. Ef 3, 17.

[35] Cf. Rom. 5, 5.

[36] S. Agustín, Contr. litt. Petiliani 3, 10, 11 PL 43, 353.

[37] Idem In Ps. 86, 3 PL 37, 1102.

[38] San Juan Crisóstomo, In ep. 2 ad Tim. hom. 2, 4 PG 62, 612.

[39] Egido Romano, Theoremata de corp. Christi th. 50 (Venecia 1521) 127.

[40] S. Th. Sum. theol. 3, 73, a. 3 c.

[41] Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 3.

[42] Pío XII, Enc. Humani generis, AAS 42, 578.

[43] Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia pr. y c. 2.

[44] Didaché 9,1: F. X. Funk, Patres 1, 20.

[45] San Cipriano, Epist. ad Magnum, 6 PL 3, 1189.

[46] 1Cor 10, 17.

[47] S. Ignacio de A., Ad Smyrn. 7, 1 PG 5, 714.

[48] Teodoro de Mopsuestia, In Mat. comm. c. 26 PG 66, 714.

[49] Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 1.

[50] Cf. Enc. Mirae caritatis, AL 22, 123.

[51] Cf. Conc. Trid. Decr. De S. Eucharistia c. 4 y can. 2.

[52] San Cirilo de Jerusalén, Catecheses 22, 9 (myst. 4) PG 33, 1103.

[53] San Juan Crisóstomo, De prodit. Iudae hom. 1, 6 PG 49, 380; cf. In Mat. hom. 82, 5 PG 58, 744.

[54] In Mat. 26, 27 PG 72, 451.

[55] San Ambrosio, De myster. 9, 50-52 PL 16, 422-424.

[56] Mansi Coll. ampliss. Concil. 20, 524 D.

[57] Pío VI, Const. Auctorem fidei, 28 de agosto de 1794.

[58] Alocución del 22 sept.1956 AAS 48, 720.

[59] Pablo VI, Alocución al Congreso Nac. Eucar. Italino: AAS 57, 588-592.

[60] San Agustín, In Ps. 98, 9 PL 37, 1264.

[61] San Hipólito, Tradit. apostolica, ed. Botte: La tradition apostolique de St. Hippolyte, Munster, 1963, 84.

[62] Orígenes, In Exodum fragm. PG 12, 391.

[63] Novaciano, De spectaculis: CSEL 3, 8.

[64] San Cirilo de Alej., Epist. ad Calosyrium PG 76, 1075.

[65] Cf. S. Basilio, Ep. 93 PG 32, 483-6.

[66] S. Agustín, In Io. tr. 26, 13 PL 35, 1613.

[67] Decr. S. Congr. Concil. 20 dec. 1905, approb. a S. Pío X: ASS 38, 401.

[68] Cf. Jn 1, 14.

[69] Cf. Col 3, 3.

[70] 1Cor 8, 6.

[71] Cf. S. Agustín,. De Gen. ad litt. 11, 15, 20 PL 34, 437.

[72] Cf. 1Cor 1, 10.

[73] Lc. 1, 78.

[74] Jn 6, 48 ss.

[75] Mt 6, 11.

[76] 3 Re 19, 8.

[77] Sal 77, 25.

[78] Decr. De S. Eucharistia c. 8.

[79] Cf. Jn 17, 20-1.

[80] Cf. 1Cor 10, 17.

[81] C. I. C. can. 801.

[82] San Ignacio de A., Ep. ad Philadelph. 4 PG 5, 700.

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